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chez wong


foto original: kiko castro mendivil

Siendo aún pequeño, el animal que los hombres llaman lenguado experimenta una graciosa transformación: uno de sus ojos salta hacia el otro lado de la cabeza. Tendido solitariamente sobre el fondo del mar, apisonado, el lenguado conocerá su propio ser, mientras viva, a través de aquello que está fuera de sí mismo: la interminable noche submarina, la arena que sirve de cama a sus huesos. Jamás ha visto su propio cuerpo y sin embargo ahora lo exhibe con orgullo: este animal que en la mañana fue extraído de las profundidades heladas muestra su límpido vientre a quienes estamos en la casa de Javier Wong. Vamos a comer cebiche de lenguado. Javier Wong sostiene al pescado con solemnidad.

“Apúrate hermano, que esto pesa como el perejil” le dice al fotógrafo. El fotógrafo quiere retratarlo estilo ‘pescador con trofeo’, los ojos del lenguado le apuntan. Y tras la foto, dos imágenes que en total duran menos de diez segundos se suceden: Wong toma su cuchillo y como si estuviera bajando un cierre abre al lenguado por la mitad. La nítida carne asoma al mundo. Él la recoge en silencio, con un solo movimiento, y hay en la escena algo que se parece mucho al respeto. Y probablemente sea respeto: un strip-tease digno, si es que esto cabe... “Pensé en la basta carne blanca /empacada como plumas” escribió en una ocasión Elizabeth Bishop, sobre un pez recién arrancado de su mundo. “No hemos hecho las calles de este mundo /para que el tiempo pase sin recuerdos” escribió en otra ocasión César Calvo. El poema se llama “Otro recado para Javier Wong”.

Javier Wong vive en La Victoria, frente a una importadora de artículos de seguridad industrial. Le gustan la poesía, el jazz y Khalil Gibran. Dostoyevski no, porque las letras salen muy chiquitas en el libro. No hay letreros que hablen de lenguados o de ninguna otra cosa en la puerta de su casa, pero aquí adentro, en un segundo piso con ocho mesas exactas, Javier Wong corta trozos de reluciente carne fam fam fam, con tremendo cuchillazo. Frente a sus comensales. Deja caer los trozos en un bol, hace llover un puñado de sal y otro puñado de pimienta, mueve con cuchara de palo. Tiene veintiocho años haciendo esto. También hay pulpo, cebolla, limón y ají en la preparación que acaba de hacer llegar a la mesa: han pasado tres minutos desde lo del lenguado, pero el cebiche ya está listo. No hay camote, lechuga o canchita. Cojo el tenedor, doy un primer bocado.

Algo cambia.

Mi amiga María Elena dice que comer aquí le parece conmovedor, y yo la entiendo. El gastrónomo catalán Xavier Domingo escribió alguna vez “yo quiero la sabiduría, la filosofía, la poética culinaria del amigo Wong, del que cada creación es una obra de arte basada en lo simple y lo fácil, en la intuición de los aromas y sabores”. Es que nuestro anfitrión es, además de insólito cultor del fast food —no hay plato que le demore más de diez minutos— un repentista. Aquí, lector, se prepara el lenguado según la inspiración del momento. Con pecanas, jolantao, coca cola, etcétera. Especialmente etcétera. De hecho, si tiene un día malo Javier Wong se manda mudar y no cocina. “Mis clientes ya saben” dice. “Los sentimientos se plasman en la comida, y sería una estafa hacerlos aguantar mi perejil.”

Hay quienes afirman que este es el mejor cebiche del Perú, le digo, colmado de signos de admiración. Pero él es terminante. “Hay opiniones y opiniones” sentencia... Javier Wong, inmutable gorrita, inmutable gesto, estudió periodismo y psicología publicitaria, oficios para descreídos. De hecho, nunca pensó que acabaría de cocinero. Le pregunto por qué no existe una carta y alza la voz: “Perejil, tener menú es constreñirte. Te encriptas, hermano, y yo soy claustrofóbico”. Porque, maravilla, estamos en uno de esos lugares donde el anfitrión te mira a la cara y luego cocina. Te preguntará tal vez si quieres algo frío o caliente, complacerá algún pedido (“consígueme un poco de arroz”) pero, si eres nuevo, estarás a su merced. De hecho...

“Ya te he visto, perejil. Hace rato que te he visto” me dice. Prácticamente salta hacia su mesa de trabajo, donde mezclará pescado, verduras chinas, maní, que cocinará violentamente en un wok: paf, toma. ¿Cómo se llama el plato? No sé. ¿Me lo puedes preparar igualito la próxima vez? No quiero. Ah ya.

(Pero es exquisito...)

Cada plato cuesta cuarenta soles, y en todo este tiempo Javier Wong se precia de no haber repetido uno solo. Cada vez que hace cebiche, incluso, es diferente... Pero lo que a él parece preocuparle en verdad es el umbral. Hay que alcanzar el umbral. “Esto va en contra de la economía de las escuelas de cocina, que alargan las cosas. Perejil, ¿cuánto dura la carrera? ¿Tres años? A los muchachos habría que darles un año de generalidades y de ahí enseñarles a llegar a su umbral. Somos seres únicos e irrepetibles, hermano. Yo no puedo pasar tu umbral, porque es tuyo, pero ahí es donde vas a conocer tus sueños dorados, todo. Así se aprende la libertad, así la democracia”.

En la radio suena Myriam Hernández. Una vez, una reportera algo obtusa no quiso irse sin tomar antes tres fotos: de una entrada, de un segundo y de un postre. “Ah perejil, te voy a hacer un postre de lenguado” le djo él. Con melón, piña, uva, canela y azúcar rubia. Al vapor. “Le encantó, perejil. La hice perejil a la reportera” se infla. “Nunca más voy a hacer ese plato” concluye. Dice que él ya llegó a su umbral. Yo le creo.

(Nota al pie: el lector podrá sustituir el vocablo “perejil”, escogido un tanto arbitrariamente, por la palabra malsonante que mejor le suene. Javier Wong, usted es un capo.)

Enrique León García 114, Santa Catalina (entre 3 y 4 Av. Canadá).
Teléfono (reservaciones): 470-6217.
Horario: Lun. a sab., almuerzos y eventos

[la tercera fotografía ha sido tomada, sin permiso pero en buena onda, de aquí]

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    publicado el 1 de abril de 2007    10 comentarios