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el olor del ají a las diez de la mañana


por césar bedón. fotos originales de kiko castro mendívil.
Dice que en los restaurantes distinguidos la gente es “muy cool, muy nice”, pero en provincias la gente se acerca a abrazarlo y le dice “hermano, espérate que traigo a mi mamá para que te vea”. Dice que sus gustos no son exquisitos, afortunadamente. Viajero por el Perú desde hace siete años, movido por un hambre permanente de experiencias, Rafo León almuerza con nosotros en Pescados Capitales y con humor y agudeza conversa sobre gastronomía.

Me imagino que un viajero debe comer de todo.
Pues sí, más o menos. La relación que yo tengo con la comida, como sucede con casi todas las personas, está ligada a las experiencias que tuve en la infancia: mi familia es del norte, y los cinco hermanos comíamos comida de adultos, muy condimentada, muy picante. Eso me ha dejado una especie de osadía del paladar que agradezco. En mi casa, cuando preparaban chilcano la pelea era por ver quién se comía el ojo del pescado. Luego yo lo contaba en el colegio y me decían que era un degenerado...

¿Extrañas algún plato?
Sí. Había un plato que yo no sé cómo se llama, pero imagino que es de origen italiano: era una col que se iba abriendo, y entre las hojas se alternaba cierto relleno, como el de la papa rellena, con salsa blanca. Se amarraba con una pita y se cocinaba al vapor. Y cuando lo cortabas quedaba una especie de causa de varias capas que era absolutamente sensacional.

¿Y la has vuelto a encontrar de adulto?
No, en ninguna parte. Tampoco he escuchado a nadie hablar de ese plato. Pero tal vez lo que más extraño sea una sopa roja, muy cargada al pimentón, a la que se le echaban albóndigas enteras. Era una maravilla, y tampoco la he vuelto a ver... En general, la comida del norte me fascina. Si quieres conseguir algo de mí ofréceme un guisado de pava. O de gallina de corral. Los guisados norteños tienen un soasado de zapallo loche que les da un sabor inigualable, y su olor es quizás una de las sensaciones más fuertes que yo he guardado en la memoria. O tal vez ese olor de los días en que faltabas al colegio y a las diez de la mañana el ají daba un hervor en la cocina... Eso es excepcional para mí.

Comías rico en tu casa, entonces.
Del lado de la familia de mi padre había grandes cocineras, y mi madre aprendió muy bien la cocina del norte, aunque no era de allá. Cocinaba magnífico. Con mi esposa el asunto es un poco diferente: su familia es piurana, pero no han tenido como prioridad el paladar, sino la salud. Entonces siempre han comido muy nutritivo, pero muy simple. Pilar no sabe cocinar, y además se jacta de eso: me imagino que es un rezago de cuando militaba en Flora Tristán (risas). Yo cocino de vez en cuando, para mi familia, pero no soy un gran cocinero ni mucho menos.

¿Vas a cocinar algo el fin de semana?
Sí, el sábado voy a cocinar para mis hijos. Quiero hacerles cauche de camarones arequipeño, pero como la última vez que lo comí, en Majes. Cerca de Corire hay unas chozas al lado del río, donde te sacan los camarones y los preparan en el acto. El cauche lo hacen diferente, porque pasan los camarones por huevo y un poquito de aceite. Entonces ese arrebozado como que se hincha al entrar en contacto con el líquido, y le da una textura extraordinaria. Te digo que es una de las ocasiones en que mejor he comido en mi vida. Estuve grabando para “Tiempo de viaje” y nuestros anfitriones empezaron a darnos pisco a las 8.30 de la mañana. Eran unos piscos muy finos, o sea que te pasa eso de que estás conversando y sigues tomando y tú crees que no estás borracho... En verdad el Perú tiene lujos únicos: estar en una choza de esteras con piso de tierra donde la mujer va sacando diferentes platos de camarones, cada uno con un sabor distinto, y llegar a un punto en el que hay como una intoxicación de sensaciones, en que pierdes el sentido. Es brutal.

El entorno influye mucho en el disfrute de la comida.
¡Claro que sí! No hubiera sido lo mismo comer eso en un restaurante formal. Sentías una sensación de extrema libertad, bastante animal: la de encontrarte en medio del campo con el recurso a la mano, sin ninguna obligación excepto la de estar allí, comiendo.

¿Qué opinas de este boom de la cocina peruana?
Mmm. No sé cómo decir esto de una forma que sea políticamente correcta. A mí me alegra mucho lo que está sucediendo, por todo el asunto de la identidad, del desarrollo. Hay un gran esfuerzo por promocionar la comida peruana, pero en los hogares, que son el origen de todo, la comida tradicional está desapareciendo. No logro entender ese desfase. Quizás sea el destino natural de todo lo que se globaliza.

Hace poco conversé con Teresa Izquierdo, de “El rincón que no conoces”...
Esa mujer es maravillosa.

Me dieron ganas de que fuera mi abuelita.
A mí me dan ganas de que sea mi mamá.

...Y ella se quejaba de lo mismo. Me decía que hay infinidad de platos limeños que están desapareciendo.
Es que si no se hacen en la casa, ¿quién va a pedirlos en el restaurante? ¿Dónde consigues ahora un ranfañote? Quizás donde Teresa. Isabel Álvarez lo hacía, pero se cansó porque es trabajosísimo, y como la gente no lo conoce no lo pide. La comida limeña, en general, es muy laboriosa, y ahora hasta las empleadas del hogar han cambiado su forma de cocinar. Van a trabajar por horas, cocinan en el microondas. Lo cierto es que yo veo clarísimo ese desfase del que te hablaba.

¿Lo ves también en provincias?
Sí. Arequipa posee una gastronomía celebérrima, pero ya no tiene picanterías propias. Las que hay son para turistas. En Lima existe el culto a la cevichería, pero yo creo que el pollo a la brasa gana, de lejos. ¿Es que está barato, no? Además te da estatus, te hace sentir que estás en el mundo. La cevichería está todavía por encima del pollo en lugares como Tumbes o Piura, o al menos esa impresión me da. Allá hay mucha cevichería barata que no ha perdido su estatus.

Además el ceviche viene bien con la cerveza, ¿no?
¿Tú sabes que la cerveza empezó a desplazar a la chicha con la reforma agraria? Yo no lo sabía. Sucede que en los setenta las cerveceras empezaron a ir a venderles cerveza a los campesinos. Y como de pronto ellos tenían billete, cambiaron de bebida.

La cerveza tiene más estatus que la chicha.
Claro. Con la conquista, la chicha fue marginada e incluso prohibida en ciertas partes del país, porque era bebida de indios. Hasta ahora tiene ese carácter medio marginal. No es casual que a la cultura que domina ahora el Perú, la cultura marginal, se le llame cultura chicha. Es la misma palabra...

¿Qué restaurantes te gustan, Rafo?
Hay un lugar que es un paraíso, en la esquina de la plaza de armas de Cajamarca. Se llama Salas. Allí va el gerente de la minera y el empleado bancario con su esposa y sus hijitos, y te tratan igual seas quien seas. Está prohibido fumar, así que nadie fuma. Hay una sola puerta: por donde entra el público entran los chanchos y las papas, y esa coexistencia con el ingrediente es maravillosa. En los restaurantes fichos no existe eso. Hace poco he visto un tipo de establecimiento que me ha fascinado, en la isla de Florianópolis, en Brasil. Es una isla muy cosmopolita, con un mercado muy vivo. A cada puesto del mercado lo llaman box. Pues bien, en el box 21, dentro del mercado, al lado de un puesto de venta de pescado, el Gastón Acurio de Florianópolis puso su restaurante, que ya tiene veintidós años. Te traen ostras frescas sobre sal gruesa y champán francés si quieres, o si no tomas Coca Cola o tu cerveza. Van embajadores y también el vendedor del box vecino, porque es barato. El slogan es “el mostrador mas democrático del mundo”. Genial. Acá se podría hacer algo parecido, en el mercado de Surquillo por ejemplo.

Gastón Acurio dice que la gracia de la comida peruana es su carácter barroco.
...Y también que no vivimos demasiado estresados. Eso me parece bien interesante. La comida peruana tiene esta cosa hiperdramática, que de pronto te arranca sorpresas. No sabes qué grado de picor te va a tocar, por ejemplo. El mismo aderezo puede aplicarse a carnes diferentes: eso es bien raro y acá se hace con concha. Me encanta.

¿Has visto el programa de Anthony Bourdain?
Sí, es mostro.

¿Tú también buscas probar cosas raras cuando estás de viaje?
La comida no es el tema principal de mi programa, pero sí pues, a veces comes cosas raras. El gusano de seda en Cochabamba, por ejemplo: la gente lo cosecha y lo lleva a la sartén, sin aceite porque es pura grasa. Lo que queda es una cascarilla rica, pero bueno, es un gusano. Quizás lo más traumático me haya sucedido en el Manu, en una comunidad machiguenga. Fuimos a acompañar a los nativos a cazar. Según la reglamentación del parque solo ellos pueden cazar. Íbamos caminando por el monte con los nativos y los perros, que de pronto enloquecieron porque vieron una carachupa, un armadillo. La carachupa tiene el síndrome del avestruz: esconde la cabeza entre las raíces del árbol y cree que no la ven. Cuando se esconde levanta la cola y juas, le meten un palo en el culo, la levantan y la decapitan. Todo eso está grabado. Cuando yo ya estaba terminando de comer esta carne —que es muy rica, con un sabor algo neutro, como el de un ave— un nativo me dice (imita el acento) “oe, dicen que en esa carne incuba la lepra” (risas). Anda, si salgo con lepra de aquí te mato...

Qué alucinante... Déjame citarte ahora, Rafo. En tu libro “Lima bizarra. Antiguía del centro de la capital” describes a la comida limeña como “trancaculo, estreñidora, querendona y tirapedo”.
(Se ríe). Sí, además hay esta anécdota extraordinaria que relata María Matarazzo, una aristócrata brasileña que vino en los cuarenta a esta ciudad, en plan naturista, y descubrió espantada que la gente no comía verduras o frutas. Ella cuenta que entonces eran muy populares las pildoritas Ross, para la constipación. “Rápidas y efectivas” era el eslogan (risas). La comida limeña no es sana, pues. Yo a mi edad me como un par de palitos de anticucho y al día siguiente no puedo levantarme. Adoro los riñones, pero tal vez uno debería pensarlo dos veces antes de comer riñones. Fíjate en el mondongo, en el bofe. Claro que un vendedor de bofe te dirá: “¿Cuál es el problema, si las vacas no fuman?” (risas).

Los peruanos no comemos muchas ensaladas.
La ensalada limeña es la causa. Yo recuerdo que de chico me decían “no comas verduras, mucho frío” (risas). Qué maravilla... Lo más light en mi casa, en el norte, era una ensalada llena de aceite con papa sancochada, palta y rodajas de cebolla. Eso era la dieta (risas).

¿Eres dulcero, Rafo?
Sí. Me fascinan los dulces criollos. Un arroz con leche bien hecho me lleva a la gloria. Y contra lo que diga mi amiga Sandra Plevisani, a quien adoro, yo amo el king kong.

Le llovió un montón por lo que dijo sobre el king kong, ¿no?
Esa es una muestra más de la hipocresía limeña. ¿Por qué alguien no puede decir lo que piensa? El king kong es un trancaculo, claro, pero es delicioso... También me han encantado desde siempre los dulces de Moquegua. Sus piscos son únicos, entonces hay toda esta cultura del uso de macerados en los postres, que me gusta mucho. Hay un dulce que solo se hace allí, y se llama alfajor de penco. No sé cómo se hace pero es una exquisitez. Mira, sentarme en la plaza de armas de Moquegua un día de otoño a las cuatro de la tarde, con un café y una porción de alfajor de penco es uno de los grandes placeres que puedo darme. No solamente es la comida, sino los ficus, la luz, el olor de los árboles. Es una ciudad poco contaminada, de casas sin rejas. Otra cosa.

Hay sabores, olores, asociados a la infancia. En tu libro “Viajes de perro” hablas de un olor que a veces encuentras y que te colma.
Sí, es ese olor de la leña del chachacomo en la sierra, o —lamentablemente— la leña de algarrobo en el norte. Eso me transporta.

Viajar es ir tras una utopía.
Sí, y conozco mucha gente que piensa igual, que tiene esta noción de paraíso perdido ligada a olores, sabores, afectos, imágenes. Debes estar loco para pensar que puedes regresar a una vivencia que tuviste a los cuatro años de edad. Descartado eso te queda el impulso: de repente, en algún lugar diferente, en circunstancias diferentes, algún día, tu vida también puede ser diferente. Viajar es eso.

[esta entrevista fue publicada, con un pequeño recorte, en la revista elgourmet.com, edición de agosto del 2006.]

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    publicado el 2 de agosto de 2006    2 comentarios  

macchu ketchup


ahora que está de moda, comparto con ustedes esta visión francamente asombrosa de macchu picchu, elaborada toda en ketchup. la artista es la blogger kateryn hidalgo, que tiene un blog gastronómico buenísimo. me pregunto si ya le dio curso a su creación o si la ha colgado en la pared de su sala.


    publicado el 1 de agosto de 2006    3 comentarios  

t'anta


foto original: web de el comercio
“No, no, no” dice Astrid, abriendo inmensos sus ojos azules: “T’anta no pudo haber abierto en el 2003. Eso es imposible, porque yo me casé ese año.”

Se queda en silencio, un segundo. Entonces suelta una risa. “¿O no? A ver, nuestro primer restaurante fue Astrid & Gastón, que abrió en el 2004. Creo. Espérate, ahorita salimos de dudas, ¿en qué año estamos?”

Así sucede con los creadores, pienso. Para ellos conversar sobre fechas debe ser un acto completamente absurdo. Astrid Gutsche habla rápido, como todas las personas que tienen una multitud de ideas conviviendo en su cabeza, y no le gusta que la llamen chef, cocinera o pastelera. A riesgo de usar una frase manoseada, anotaré un hecho evidente: hay cierta energía en ella. En medio de su entusiasmo me cuenta que ha creado un ganash de coca y otro de hierbaluisa para una nueva línea de chocolates peruanos, además de un postre llamado “tacu tacu de frejol colado”, y yo he tratado de regresarla a este lado de la realidad con la pregunta más pava que pude haberle hecho: cuándo fue que T’anta abrió sus puertas. Entonces ella hace una llamada telefónica.

T’anta se inauguró en el 2003. En enero. Se lo confirma por el celular Jimena, la gerenta del local de Chacarilla. Pero ella se muestra sorprendida: “¿Recién tenemos tres años?” pregunta. Finalmente se resigna, y suelta un suspiro que le pone la tilde al ‘recién’... Ha trabajado duro, pero los resultados han sido vertiginosos: este es uno de los puntos gastronómicos más concurridos de Lima. Ya hay tiendas en San Isidro, Miraflores y el Centro histórico. Quizás semejante crecimiento tenga que ver con la fama del restaurante Astrid & Gastón —actualmente considerado entre los 100 mejores del mundo— que ella fundara junto con su esposo, el entrañable Gastón Acurio. Y eso fue en 1994, por cierto.

“Queríamos darle a este lugar el sabor de Astrid & Gastón, pero a un precio más asequible” me dice ella. “Gastón quería su bar de tapas, y yo quería mi pastelería”. Algo de ambas cosas hay, pero no es lo único: en el T’anta de Chacarilla un dispenser de Inca Kola le hace guiños a un escaparate de vinos, y las vitrinas exhiben las multicolores creaciones de la casa, que pueden comerse aquí o bien “sacarse a pasear”. En este lugar se compran especias gourmet y aceites extra virgen, se puede almorzar estofado de cola de buey con una botella de Marqués de Cáceres, probar un ‘montadito’ de queso de cabra con pesto y berenjena o agonizar de indecisión ante la variedad de postres. Quien quiera, puede comerse un sánguche de cuatro quesos y acompañarlo con un capuchino. Quien quiera puede comprar una porción de atún con salsa de tuco y sésamo, para llevársela a casa. Hay incluso quien compra un pan y se va, feliz de la vida. Si se come y es rico, puede que lo vendan aquí.

Le pregunto a Astrid por su plato favorito, pero se niega a escoger uno: la carta es en verdad inmensa, y cambia dos veces al año. Su trabajo, me dice, es tener ideas. Y verificar el nivel de calidad. Por eso hace dos horas y media de gimnasio al día, porque cada jornada suya consiste en probar un postre tras otro. “Allí es cuando me inspiro” dice. Tiene un taller en Barranco, que comparte con Gastón, donde se encierra a experimentar con recetas inéditas. Me asegura que el bloqueo es espantoso, que hay semanas en las que ni siquiera asoma su cabeza por el taller, porque no se le ocurre ningún postre nuevo.

Abrimos la carta al azar: rocoto relleno. 19 soles. “Te quieres morir” se entusiasma Astrid. “Lo servimos en una ollita de barro sobre un pastel de papa medio chorreado, con pedacitos de lomo y camaroncitos.” Asegura que este plato se quedará un par de años en la carta, al menos. Y que pica solamente una vez. Abrimos otra página: los huevos de Gastón. Así se llama el plato. Precio ídem. “Yo no sé por qué salen tanto” bromea Astrid, y empezamos a creer que, a pesar de todo, vivir cocinando puede ser una manera de vivir contento. Otro plato: ensalada Lurín. Mismo precio. Lechugas orgánicas, espinaca, champiñones, tomates cereza, tocino, huevos de codorniz, dados de pollo, manzana, palta, palmito, vinagreta al roquefort. Y cualquier postre —un delicado plátano manjar, por ejemplo— está a seis soles.

T’anta significa ‘pan’ en quechua. La idea, desde el principio, fue darle un toque personal a los sabores peruanos. Llevarlos afuera. En menos de un año la marca estará en Colombia, y de algún modo ese es un pensamiento reconfortante. “Ustedes, los peruanos” dice Astrid, y entonces recuerdo algo paradójico: ella nació en Hamburgo. “Ustedes están viviendo sobre un cerro de oro. Afuera se chupan los dedos con lo que hay aquí...”

Astrid Gutsche sonríe, emocionada, y me da las gracias. Luego regresa a la cocina. Probablemente esté pensando en un postre nuevo. Me pregunto si ya recordó en qué año estamos.

Av. Prolongación Primavera 692, Santiago de Surco.
Teléfono: 372-3528
Horario: lun. a vie. 10am – 12am,

[este artículo fue publicado en agosto de 2006, en la revista elgourmet.com... la segunda foto fue tomada por kiko castro mendívil.]

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